martes, 9 de agosto de 2011

La primavera de los pueblos y el derrumbe de lo público y lo político

En los últimos meses el mundo se ha visto convulsionado por una serie de protestas y movimientos ciudadanos que tienen orígenes y contextos diferentes pero que es posible que, en su base, respondan al mismo descontento: La democracia y las formas de gobierno. España, Grecia, Islandia, el mundo árabe, Inglaterra, Chile y otros casos menos mediáticos pero casi igual de latentes han revelado un descontento con la forma de gobernar nuestras democracias y nuestras sociedades. Pero al mismo tiempo se incuba un riesgo latente en el que democracias deterioradas estructuradas en base a preceptos liberales pueden pasar a formas poco virtuosas de gobierno. La hipótesis que quisiera plantear es que las democracias occidentales se han transformado en oligarquías que gobiernan con un escaso apego al interés general pero al mismo tiempo las demandas ciudadanas, que pregonan por una apertura de la democracia, fraguan el peligro de la tiranía de la mayoría.

El contexto de la primavera de los pueblos

El concepto de primavera de los pueblos es recogido a partir de la denominación que la historia le ha dado a las revoluciones que en 1848 remecieron Europa y removieron las bases de la restauración absolutista que se intentó construir después del congreso de Viena, dando paso a una nueva etapa del desarrollo europeo, y culminando un proceso revolucionario que se inaugurara en el mundo con la revolución americana de 1776 y la revolución francesa en 1789 (Hobsbawm, 2003) El concepto resulta atingente para mirar el proceso actual de movimientos sociales que, si bien con un futuro incierto, creemos que en general tiene relación con la forma de ejercer los gobiernos y que bien puede dar origen a una nueva etapa de desarrollo, con un cambio profundo ya no sólo exclusivamente para pasar desde gobiernos autocráticos y dictatoriales –lo cual se podría relacionar con los procesos de democratización en el mundo– sino además para cambiar las condiciones de una democracia desgastada y con un alcance insuficiente.

Sin embargo ¿es cierto que resulta insuficiente? Desde un punto de vista procedimental muchas democracias en el mundo han alcanzado estándares adecuados para ser consideradas democracias consolidadas. Dahl (1997) indica que una democracia procedimental es aquella donde se dan tres condiciones básicas: que para optar por alternativas políticas se ponga en práctica algún procedimiento para recoger las preferencias individuales, que cada una de esas preferencias tenga el mismo valor y que se imponga aquella opción que obtenga más preferencias. Resulta natural este proceso que, sin embargo, en muchos lugares no es tan antiguo.

De la misma definición se desprende, como señala Griggs (2006) que los procesos eleccionarios cobran fundamental importancia, por tanto, habría tres momentos en toda sociedad democracia: el previo a la elección, donde todas las fuerzas políticas puedan tener acceso tanto a la competencia electoral como a la información de ésta; luego vendría el acto electoral en sí mismo –la fiesta de la democracia, como la definió un ex presidente de Chile– y finalmente el momento posterior a la elección, donde la mayoría resultante accede al poder y tener suficiente autoridad para hacer que sus disposiciones se cumplan y la minoría debe tener suficientes garantías para que no devenga la tiranía de la mayoría.

Si esas condiciones se cumplen incluso de forma creciente en muchos países con democracias jóvenes ¿Qué es lo malo? ¿Por qué pensar que existe un deterioro de esta forma de gobierno? Justamente porque la categorización de Dahl resulta reduccionista y se simplifica en extremo el involucramiento de la ciudadanía en los procesos políticos de los países. En las comunidades políticas donde existen sólo esas condiciones se incuba un malestar latente con la democracia por restar protagonismo al ciudadano, pieza central en las formas de gobierno desde donde se recogen los principios normativos que rigen nuestros regímenes: la democracia ateniense y la República romana.

De ahí que surjan una serie de movimientos que remecen los cimientos de gobiernos democráticos aparentemente consolidados pero que han ido tomando decisiones que han afectado directamente el interés del pueblo que eligió a los gobernantes. En esto quizás el caso más emblemático –pero quizás poco representativo por la magnitud del país– sea el de Islandia, donde el pueblo se movilizó frente a un gobierno que buscaba salvar las principales entidades financieras a costa de aumentar la deuda del Estado. El colapso económico se produjo de todas formas, los bancos no pudieron ser salvados de la quiebra por la negativa popular expresada en un referéndum y, como corolario, el gobierno se derrumbó.

Pero claramente no es el único país. España y los indignados en la puerta del sol que no sólo se manifiestan contra los recortes fiscales que se debe hacer el Estado –lo que sí podría ocurrir en Grecia– si no que también con una democracia a la que acusan de excluyente (El País, 2011). Chile está actualmente transitando en la misma senda de desapego a las formas tradicionales de representación buscando una mayor injerencia de los actores directamente afectado por las decisiones del gobierno en el proceso donde éstas se toman.

Y para cerrar un cuadro mayúsculo de cambio, la primavera árabe –tan profunda que tiene su propia denominación– que sigue un camino incierto en contra de regímenes tiránicos pero con un futuro brumoso que nos lleva a recordar a Santo Tomás de Aquino diciendo “de ahí que cuando en Siracusa todos deseaban la muerte de Dionisio, una anciana no dejaba de pedir que sobreviviese incólume. Al saberlo el tirano, le preguntó a qué obedecía su actitud y ella le contesto diciendo: Cuando yo era joven teníamos un tirano cruel, cuya muerte deseaba, muerto el cual le sucedió otro más duro, y también deseé vivamente el final de su dominio; luego empezamos a aguantarte a ti, más insoportable que los anteriores Por tanto, si tú eres removido, otro peor ocupará tu sitio (Widow, 1995, pág. 360).” Hoy no tenemos claro si a la caída de los líderes autocráticos del norte de África le sucederán otras formas de tiranía o bien formas incipientes de democracia.

Se trata, por lo tanto, de un movimiento contra el status quo democrático que se aleja del bien común o que busca iniciar caminos democratizadores. Lo cierto, en cualquier sentido, es que el germen del cambio está instalado en estas sociedades que hoy se encuentran en encrucijadas profundas que ofrecen alternativas diversas para avanzar en esta nueva etapa y que cuestionan las estructuras políticas actuales.

De la democracia como mejor forma de gobierno

Si nos preguntamos si la democracia es la mejor forma de gobierno, la respuesta más probable es que no lo sea, aunque tendríamos que parafrasear quizás a Winston Churchil, diciendo que lo es a excepción de todas las demás.
La democracia clava sus raíces en Atenas y Platón será el llamado a criticarla como forma de gobierno. En La República, nos dice Platón a menos que los filósofos reinen en los Estados o los que ahora son llamados reyes y gobernantes filosofen (…) y que coincidan en una misma persona el poder político y la filosofía (…) no habrá fin de los males de los Estados ni tampoco del género humano (Gómez-Lobo, 1993, pág. 395) El mismo Gómez-Lobo nos señala que la crítica de Platón a la democracia directa es que las decisiones no se toman desde un punto de vista racional y por ello no son necesariamente buenas para la comunidad.

Pero Aristóteles responde a Platón respecto a este punto e introducirá un elemento que sigue presente en varios pensadores posteriores. Se trata del régimen republicano siguiendo la tradición latina –la Res pública Romana– en el que todos tienen derecho al poder pero ninguno de forma absoluta (Bartlett, 1995). La politeia por tanto sería una forma de democracia limitada en la que se busca el bien de la comunidad en su conjunto pero donde al mismo tiempo todos tienen derecho al poder, a diferencia de la monarquía donde uno accede al poder o la aristocracia, donde acceden unos pocos, pese a que son regímenes virtuosos que buscan el bien de la comunidad. Aristóteles señala que La tiranía es efectivamente, una monarquía orientada hacia el interés del monarca, la oligarquía busca el de los ricos, y la democracia el interés de los pobres, pero ninguna de ellas el provecho de la comunidad. (Godoy, 1993, pág. 28)

Cicerón, asimismo, toma la categorización de Aristóteles.  Dice Escipión que Al recuerdo de Ciro, rey que llamaría tolerable (…) sucede en mi mente el de Falaris, monstruo de crueldad, y comprendo que la dominación absoluta de uno solo corre por resbaladiza pendiente hacia la tiranía. Al lado del gobierno aristocrático de Marsella, nos presenta Atenas la facción de los treinta. Y por no citar otros ejemplos, entre los mismos atenienses la dominación del pueblo ofrece el triste espectáculo de una multitud desenfrenada, que comete los mayores excesos (Cicerón, 2007) La democracia, aquella directa ejercida por el pueblo, es considerada como un mal para la salud del Estado y para el interés general de la comunidad.

Santo Tomás de Aquino releva la importancia del argumento ciceroniano para engrandecer la República Romana, señalando que la mayor gloria de Roma se vivió justamente cuando el pueblo romano expulsó a los reyes e instituyeron cónsules y otros magistrados por quienes empezaron a gobernarse (Widow, 1995). Sin embargo, huelga señalar que para Santo Tomás el mejor régimen es la monarquía, pues el gobierno de los muchos es más propenso a convertirse en tiranía que el de uno solo. Pero indica también que tanto el gobierno de muchos, la democracia, como el de uno solo, la monarquía, están expuestas al riesgo de devenir tiranías, por cuanto es necesario temperar el poder del rey para reducir el peligro de que se convierta en tirano.

Quede pues dicho que en los antiguos pensadores el concepto de democracia –en el sentido del gobierno del pueblo– no se encuentra presente como una forma de gobierno virtuosa que procure el bienestar general. Por el contrario, se le considera perjudicial para el bien común, tanto como la tiranía y la oligarquía. La tradición democrática en el mundo por lo tanto es reciente y va de la mano con el surgimiento de ideas liberales durante el siglo de las luces y la declinación del poder absoluto del rey para dar paso a formas constitucionales de regulación del gobierno. Rousseau (Miranda, 1997) defiende la separación del gobierno, pues no es bueno que el que hace las leyes también las ejecute. Y al mismo tiempo indica que es necesario distinguir los deberes de los ciudadanos en calidad de súbditos y los derechos de los que gozan en tanto hombres. Cuando el Estado requiera algo del súbdito debe ser por el bien de la comunidad. De lo anterior desprendemos que cuando se limitan derechos fundamentales, como la libertad de reunión, deben ser únicamente en beneficio de la comunidad.

Llegamos a la conclusión con todo este razonamiento previo que el mejor régimen es aquel capaz de limitar el poder de quien lo ostente –el rey, el príncipe, el presidente– permitiendo la participación en el proceso político tanto a los ricos como a pobres sin que ninguno de ellos pueda hacerse del poder suficiente como para imponer a los otros su propia voluntad pasando por encima de la voluntad general y del bienestar de la comunidad. Tomado de esa forma, tenemos que la democracia vista desde el punto de vista procedimental es completamente insuficiente y que la existencia de leyes que busquen regular el uso del poder político tienen un alcance limitado para consolidar la república en la medida que no todos pueden hacerse parte del poder y que esas mismas leyes perpetúan élites políticas en los puestos estatales.

De la ruinas de la res pública deviene oligarquía

Hoy no basta un régimen republicano donde un presidente gobierne, un congreso legisle en representación de los ciudadanos y un sistema judicial administre las sanciones a los transgresores de la ley. Es fundamental mantener esas estructuras pero depurarlas para evitar que devengan en gobiernos corruptos. Hoy, a diferencia de la república romana, no hablamos de representantes de clases: El cónsul, el senado, los tribunos de la plebe. Hoy todos los representantes pertenecen a una misma élite social en la que la línea que separa los negocias privados de los asuntos públicos es extremadamente difusa.

Esta forma de gobierno donde todos tienen acceso al gobierno de forma justa pero nunca absoluta hoy no se cumple de manera cabal y es lo que ha llevado a la crisis de la democracia recta. Los mecanismos de acceso al poder hoy están desgastados y eso hace que actualmente sólo un grupo privilegiado, una élite social, actúe como supuesto representante del pueblo frente a la soberanía del Estado, provocando que miles de ciudadanos se vean excluidos de la toma de decisiones en la comunidad política. Es decir, se pierde la esencia del ciudadano que se hace parte de las deliberaciones de los asuntos públicos para transmutar en el ciudadano-elector que una vez que ha votado vuelve a sus asuntos privados olvidando que el mundo público es el de lo común, el que incumbe a todos, el que ha estado antes de nosotros y nos sobrevivirá después, según dice Hannah Arendt (Fernandois, 2006)

Esto nos lleva a decir que la democracia se ha estancado en el fortalecimiento de los procesos electorales. El buen gobierno ha decaído y hoy tenemos una oligarquía electa que no sabe diferenciar entre lo que es bueno para las élites y los que es bueno para la comunidad ¿Cómo se explica, sin este marco, que Islandia haya preferido salvar de la quiebra los bancos desfinanciando el Estado y reduciendo beneficios sociales para sus ciudadanos? ¿O que Estados Unidos gaste dinero tan desmedidamente que ponga en riesgo a todo el mundo? Es algo tan sencillo como decir que las ganancias se privatizan y las pérdidas se socializan.

Pero la responsabilidad es compartida. El decaimiento de la república y el debilitamiento de la democracia no se producen exclusivamente por el alzamiento de una élite perversa y oportunista que ocupa los mecanismos democráticos para proteger sus intereses y olvidar los de la comunidad. Hay también un silencio ante lo público, una indiferencia hacia la política y un rechazo hacia quienes buscan ejercerla. De ahí que se equiparen como derechos fundamentales aquel que permite a las personas manifestarse respecto a los asuntos políticos usando los espacios públicos y el libre tránsito de personas que están dedicadas a sus asuntos privados.

Ya dijimos que Rousseau (Miranda, 1997) señala que a las personas, en tanto hombres integrantes de una sociedad, se les pude limitar derechos sólo cuando sea necesario por el bien de la comunidad y, en vista que las manifestaciones relacionadas con los asuntos públicos son beneficiosas para la comunidad política, es razonable que aquellos derechos orientados a los asuntos privados puedan verse efectivamente limitados. Hoy, sin embargo, pareciera que la prioridad se ha invertido y el uso de los espacios públicos para ejercer un acto político milenario, como la manifestación y la deliberación respecto a asuntos públicos, se ve limitada por la preeminencia de aquello que no es común, en definitiva, de lo privado.

Se ha producido una indiferencia tan potente con los temas públicos y con la política que hoy en muchos casos es lo privado lo que irrumpe en la esfera pública. Asuntos que no son comunes ni afectan el devenir de una sociedad son tratados en ventanas públicas como la televisión y la prensa. Baumann (2001) indica justamente que hemos perdido esos espacios de deliberación pública donde puedan identificarse los problemas públicos –aquellos que no pueden ser solucionados de forma individual– y han sido reemplazados por foros para publicar lo privado. Nos faltan ágoras, denuncia el sociólogo polaco.

Frente a esta situación se ha producido un importante levantamiento de la ciudadanía en la búsqueda de revertir decisiones gubernamentales que perjudican profundamente a las comunidades políticas. Cambios bruscos que ponen en riesgo la estabilidad de los gobiernos y la fortaleza del tejido social. Sin embargo, creemos que en esas demandas se ocultan peligros que socavarían aún más la calidad del gobierno pues no sólo no mejorarían el acceso de todos al poder de forma justa y no absoluta –la manera que hemos entendido el buen régimen– sino dañarían instituciones republicanas que si bien hoy están deslegitimadas sí existen y aplicando cambios adecuados pueden usarse de acuerdo al espíritu con el que fueron concebidas: permitir el acceso de todos al poder, pero de ninguno de manera absoluta. La voluntad general siempre se puede ver atropellada por voluntades particulares.




Referencias
Bartlett, R. (1995). La ciencia aristotélica del mejor régimen. Estudios Públicos , 35-64.
Bauman, Z. (2001). En busca de la política. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Cicerón, M. T. (2007). Tratado de la República. México DF: Editorial Porrúa.
Dahl, R. (1997). Poliarquía: participación y oposición. Madrid: Tecnos.
El País. (2011, mayo 15). La manifestación de 'indignados' reúne a varios miles de personas en toda España. Retrieved agosto 06, 2011, from El País: http://www.elpais.com/articulo/espana/manifestacion/indignados/reune/varios/miles/personas/toda/Espana/elpepuesp/20110515elpepunac_12/Tes
Fernandois, J. (2006). Una pensadora para nuestro tiempo: El centenario de Hannah Arendt. Estudios Públicos , 211-471.
Godoy, O. (1993). Antologia de la política de Aristóteles. Estudios Públicos , 1-61.
Gómez-Lobo, A. (1993). Escritos políticos de Platón. Estudios Públicos , 337-411.
Griggs, T. (2006). Democracia contemporánea. Modelos procedimental de Dahl y la crítica normativa de Habermas. Santiago de Chile: Documento de apoyo docente-Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile.
Hobsbawm, E. (2003). La era de la revolución: 1789-1848. Barcelona: Crítica.
Miranda, C. (1997). Antología política de Rousseau. Estudios públicos , 321-377.
Widow, J. A. (1995). Escritos políticos de Santo Tomás de Aquino. Estudios Públicos , 345-408.

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