Cuando hacia fines del gobierno de la presidenta Bachelet se oficializó el ingreso de Chile a la Organización para la cooperación y el desarrollo económico (OCDE) se dijo que era un reconocimiento al país por las buenas prácticas en materia de políticas públicas, manejo económico y desarrollo del país. Eso puede ser cierto.
En 20 años Chile ha más que duplicado su PIB y su ingreso per cápita, la pobreza se ha reducido, la economía se vuelto dinámica y abierta al mundo. Chile se ha convertido prácticamente en el símbolo del libre mercado y del comercio abierto. En América Latina el país se ha convertido en ejemplo de crecimiento y desarrollo. Las prácticas chilenas buscan ser imitadas en otros países, aunque no siempre con los mismos resultados ―sean estos positivos o negativos― y Santiago se ha convertido en una de las mejores ciudades de la región, recomendada para hacer negocios, con un alto nivel de vida y un ingreso elevado.
En ese marco, parecía que todo lo hacíamos bien en comparación con países que han adoptados otros caminos para enfrentar las problemáticas propias de países subdesarrollados y cuyo éxito ha sido relativo. Durante mucho tiempo se habló del milagro económico chileno que además era cruzado por un proceso de transición y consolidación democrática y un discurso político que ponía por delante la búsqueda de la equidad y la estabilidad democrática.
El ingreso a la OCDE fue un premio para eso. Pero por cierto, dejamos de ser el niño más aplicado del barrio. En realidad, lo seguimos siendo, pues un país de ingresos relativamente elevados con un índice de desarrollo humano alto y con una economía abierta y dinámica, en un continente donde los países aún luchan por bajar del 30% o 40% de pobreza y por alcanzar una cobertura efectiva de los servicios públicos del Estado en todo el territorio. Esa es la mirada optimista. Chile es una familia de clase media ―un poco arribista y apática con los vecinos― que vive en una población con familias más pobres.
El ingreso a la OCDE nos ayuda dar la mirada pesimista. Chile es probablemente el país peor posicionado de la OCDE en temas que hoy son relevantes para el desarrollo: Cohesión social, educación, equidad en el ingreso, democracia, protección del medio ambiente, asuntos energéticos, protección social y legislación laboral. Pero solo estando en la OCDE nos podemos dar cuenta y, es más, el club de los países ricos, nos puede sacar de nuestra hermosa burbuja de progreso, desarrollo y prosperidad para mostrarnos que no somos un país ni tan desarrollo, ni tan próspero, ni tan rico como se nos hace creer. Es cierto que Chile está bien posicionado en el contexto latinoamericano, pero eso no lo hace más desarrollado ni tampoco ejemplo, pues el costo de ese desarrollo es probablemente más alto del beneficio que estamos obteniendo.
Los chilenos hoy viven mejor. La clase media es amplia pero parece que las oportunidades de continuar moviéndose en la escala social empiezan a agotarse. Muchos pobres hoy han emergido de esa categoría, tienen más ingresos, viven en otras zonas, sus hijos estudian en algún colegio particular subvencionado. Pero esos mismos pobres, con más posesiones y con acceso a otros servicios hoy también son más vulnerables. Viven endeudados para poder sostener el nivel de vida que tienen y para satisfacer las necesidades que la pertenencia a la “clase media” les impone. Entre las cuotas del colegio, el plasma, el crédito hipotecario, las vacaciones en el extranjero, el auto y un extenso etcétera que incluye todo cuanto es posible pagar con tarjetas de crédito se va el sueldo del mes.
Y los empleos parecen no mejorar mucho. Se trabaja largas horas pero la productividad es baja, la protección al trabajado es también escasa. Todo lo adquirido en base al endeudamiento en cualquier momento se puede derrumbar si hay desempleo en la familia o si una enfermedad costosa afecta a algún integrante del hogar. Y vaya que Chile está expuesto a las crisis económicas externas que amenazan la estabilidad laboral y la seguridad social de los chilenos.
Si la OCDE fuera un colegio, Chile asistiría con mugre detrás de las orejas y con una que otra mancha en el gastado cuello de la camisa. Es ahí, en la OCDE, donde no somos tan buenos, no brillamos tanto. Es un estanque demasiado grande como para que Chile parezca el mejor. Somos la cola del león… porque claro, con tremenda melena ¿quién se fija en la cola?
Pero no es tan malo en la medida que no nos conformemos con la mirada optimista de estar en la OCDE. Es necesario mirarnos y ver cuán negativo es nuestro modelo de desarrollo actual al compararnos justamente con los países desarrollados. No basta ni el chorreo ni el precio del cobre. Ni los condominios en La Reina o Ñuñoa. No son suficientes las tarjetas de crédito para construir una sociedad más justa y cohesionada. ¿Dónde queda el bien común? ¿Quién vela hoy por el interés general? ¿Cómo mejorar un país donde nadie se preocupa justamente de eso, del país?
Si Chile está en la OCDE probablemente es porque lo merece por la construcción de la década del 90 y de los 2000 de una sociedad estable y económicamente emergente. Pero ese discurso no sirve para el Chile del bicentenario en donde la equidad y el desarrollo inclusivo son necesarios. No estamos en la OCDE por ser un país rico mucho menos por ser desarrollado. Es un hecho, tenemos que estar en la OCDE para darnos cuenta que los amigos con los que siempre nos hemos codeados, poderosos países industrializados del primer mundo, no pueden hacer otra cosa que sorprenderse por la linda fachada que hemos construido ―por las soluciones que tenemos para los grandes temas― que contrasta con la suciedad que hay por dentro. El jardín bonito no aguanta para siempre. El discurso del Chile como ejemplo no es infalible… ni permanente.
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