Estamos de acuerdo en algo. El voto de los ciudadanos en el extranjero es un elemento deseable para la democracia, más aún en un contexto de alta movilidad entre países donde las fronteras son lugares de paso y ya no barreras franqueables solo por algunos pocos ciudadanos. Vivir en otro países en muchos casos es sinónimo de búsqueda de oportunidades, ya sea para una vida mejor lejos de las carencias de los países subdesarrollados del sur o bien para perfeccionarse en algunos ámbitos, bien buscando mejor educación o mayor experiencia laboral, para volver luego al país En cualquier caso, se trata de una especie de ciudadanía global, en la que los territorios van perdiendo importancia en la medida que la movilidad y las redes se ven fortalecidas.
Las últimas elecciones en Perú alimentaron un debate que hace tiempo se viene dando en Chile. Y no es que solo ahora los peruanos residentes en el extranjero hayan podido elegir al presidente, al congreso y a los miembros peruanos en el parlamento andino. Lo pueden hacer desde hace tiempo y su participación es relevante pues los 700 mil electores que no residen en Perú pueden definir una elección fácilmente.
Y ahora en Chile llueven las loas a la democracia peruana por permitir a sus residentes votar en el extranjero, sobretodo de la oposición que aprovecha la instancia para criticar la propuesta del gobierno que pondría ciertas condiciones para que los chilenos que viven fuera del país puedan votar. No es mi idea apoyar o rechazar la reforma que Sebastián Piñera ha planteado.
Pero entre las alabanzas a la democracia peruana se olvidan de las débiles instituciones del sistema político que quedan de manifiesto en la casi inexistencia de partidos políticos capaces de reflejar el orden social peruano, el surgimiento de caudillos modernos que aglutinan tras de sí las preferencias de electores que no ven representación en los movimientos políticos: Alberto Fujimori es una muestra de ello y los resabios de su gobierno casi dictatorial hoy se alinean tras la imagen de su hija, que muchos pintan como la continuidad de un gobierno terminado violentamente.
El APRA es el único partido político tradicional del Perú, relativamente institucionalizado y con una escasa disciplina. Pero hoy se ve reducido a un escaso 6,5% de las preferencias y a no más de 6 escaños en el congreso peruano.
Si usamos como medida para la estabilidad democrática la que usa Mainwaring, diciendo que son democracias estables las que por más de 25 años son capaces de garantizar ciertas libertades civiles y derechos políticos, Perú no calza. La pseduo dictadura de Alberto Fujimori terminó hace poco más de 10 años y entre Alejandro Toledo y Alán García se ha intentado fortalecer una democracia endeble gracias a un modelo de crecimiento que ha dado sus frutos y que, en lo grueso, no es amenazado por ninguno de los candidatos que se presentaron a la elección de ayer. Lo que está en discusión son las consecuencias muy conocidas de la apertura liberal de la economía: desigualdad y chorreo. Y de eso hoy los peruanos se dieron cuenta. No basta el chorreo, dijeron, para combatir las altas tasas de desigualdad y las precarias condiciones de vida de millones de personas en el altiplano y en el norte selvático.
Yo también alabo la democracia peruana, pero no porque sus residentes voten en el extranjero, sino porque la elección de 2001, 2006 y 2011 han sido competitivas, transparentes y libres y nadie pone en duda el resultado que han arrojado, independiente de los innecesarios calificativos que motejan las decisiones que soberanamente toma el pueblo peruano. Pero antes de ver eso, hago un ejercicio previo: reconocer las falencias, las debilidades que para la gobernabilidad democrática trae la alta fragmentación del congreso y la indisciplina partidaria. Reflejos ciertos de la debilidad institucional.
Y sabido es que la existencia de partidos políticos estables y disciplinados sí es una condición necesaria para una democracia efectiva, mucho más que el voto de los ciudadanos en el extranjero, que en un contexto de debilidad institucional generalizada puede no ser más que un bonito tinte democrático, tal como pueden serlo las elecciones que los dictadores convocan con el falso afán de legitimar su acción política en la conducción del Estado.
Perú avanza a paso seguro en la construcción de sus propias instituciones democráticas. Ollanta Humala, al que muchos han demonizado, hoy es parte de esta arena democrática que nadie pone en duda, pero que requiere de perfeccionamientos profundos. Perú no es Venezuela. Su contexto económico de para pensar que, guardando las proporciones, se parece más al Brasil que recibió Lula con un sistema de partidos tan o más indisciplinado que el peruano, que a la Venezuela en crisis que vio surgir al Chávez boliviariano.
Esperar que el mismo proceso político de Venezuela se repita en Perú con Ollanta Humala solo refleja el desconocimiento de la historia política de Venezuela y la ignorancia respecto al proceso político boliviano, que tantos comparaban con el chavismo, pero que ha sabido desmarcarse para dar respuesta a la demandas de la sociedad multicultural boliviana.
El análisis en muchas personas se queda corto. Alaban la democracia por un elemento que, sin dejar de ser importante, es accesorio en la medida que lo principal flaquee. Es positivo el voto en el extranjero, pero de ahí a señalar que eso hace a la democracia peruana más avanzada es reduccionista y, peor aún, es vendarse un ojo para destacar lo que nos conviene –si nos gusta el voto en el extranjero- pero ignorar otros elementos tan importantes para el funcionamiento adecuado de la democracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario