domingo, 17 de agosto de 2008

La muerte verdadera es el olvido

Ese día había llegado a mi casa como a las 8:30 de la noche, lo recuerdo. En la tarde había tenido una prueba y llegaba a mi casa cansado, aunque no en demasía. Ella estaba en su pieza, con los ojos cerrados, la luz estaba baja y había una extraña sensación en el ambiente. Me había quedado solo en la casa, pues mi padres habían salido, estuve un momento parado en la puerta de su dormitorio y sentí una extraña sensación; sentía como su respiración se hacia cada vez más dificultosa, algo en mi interior me dijo que el final estaba cerca. Ya no se podía seguir aplazando.

Cuando llegaron mis padres notaron lo mismo. Llamamos a un vecina enfermera, que nos acompañó durante todo el desarrollo de los acontecimientos, nos confirmó lo al menos para mi era evidente. Le queda poquito, nos dijo. Nada ganábamos con llamar a una ambulancia y sacarla una vez más, de la casa que la albergó por 37 años, decidimos que lo mejor era que partiera desde su dormitorio.

Las horas pasaban, la agonia (que luego supe que viene del griego y significa "en lucha" luchando por su vida) se extendió por varias horas. En un momento el sueño, y quizás también la angustia, no me dejaron estar durante más tiempo despierto y alrededor de la 1 de la madrugada me fui a acostar. No fue mucho lo que alcancé a dormir, a las 2:45 de la madrugada me despiertan. Se había ido para siempre.

Mi abuelita, ella que no le gustaba que le dijera abuela, que me dejaba todos los días cien pesos en su velador, que compraba las bilz cuando llegaba del pago, que me acompañó durante 18 años de mi vida y que me vio salir del colegio y entrar a la universidad (ella siempre decía que no me vería hacerlo) había partido para siempre.

Lo sucesivo ya es historia. Hace un año que ella no está conmigo; pero durante estos 366 día he aprendido algo sumamente valioso: la muerte verdadera llega con el olvido y la inmortalidad sí es posible mientras alguien nos recuerde. Pensar que nuestros muertos están en el cementerio es querer relegarlos a un lugar lejano y apartado de nuestras vidas; ellos están con nosotros, viven con nosotros, en nuestros pensamientos, en nuestros recuerdos, en nuestros sueños. Se extraña la presencia física, claro que sí, pero la presencia espiritual siempre ha estado presente.

Por eso, en vez de pensar que partió para siempre y no está conmigo, prefiero pensar que ella siempre vive conmigo y me quedo con las últimas palabras que me dijo: "Hoy estoy tan bien, no me duele nada" y cuando llegó a la casa fue un muy sutil "holita nomás".

Saludos

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